Guía práctica para entender las comisiones de los productos de inversión

Entender bien las comisiones es clave para evaluar correctamente la rentabilidad de cualquier producto de inversión, aunque sigue siendo una tarea complicada incluso para algunos profesionales. Los productos estructurados, por ejemplo, presentan un alto grado de complejidad: suelen prometer rentabilidades atractivas, pero esconden costes no detallados bajo el concepto de “costes de estructuración”. Estos productos no explican con claridad qué paga el cliente ni cuáles son las probabilidades reales de ganar o perder, por lo que su venta se ve restringida a inversores con formación avanzada.

Los fondos de inversión tradicionales, en cambio, tienen costes más visibles y regulados, aunque no siempre bien entendidos. Las comisiones de gestión, depósito, éxito, así como otros gastos están ya descontados del valor liquidativo, lo que facilita su interpretación si se conocen los conceptos clave. El ratio de costes corrientes «ongoing charges» es la referencia más útil para comparar fondos, aunque no incluye la comisión sobre resultados. Esta última, en teoría alineada con el interés del inversor, puede inducir al gestor a asumir más riesgos de los deseables, razón por la que muchos profesionales prefieren evitar fondos que la aplican.

Con la popularización de los fondos indexados y ETFs, muchas entidades han optado por cobrar comisiones bajas en los productos y repercutir el coste del asesoramiento por separado, directamente desde la cuenta corriente del cliente. Esto genera un problema: estos pagos no aparecen reflejados en la rentabilidad que muestran los gráficos ni suelen guardarse los justificantes necesarios para poder deducirlos fiscalmente. Con el tiempo, estos costes se acumulan y pueden llevar a pagar más impuestos de los que corresponden si no se han registrado correctamente.

Además, hay gastos menos evidentes como las comisiones de cambio de divisa, el cobro de dividendos o las tarifas de intermediación, que muchos inversores olvidan tener en cuenta. La rentabilidad bruta, sin descontar estos costes e impuestos, puede llevar a una visión distorsionada de los resultados reales. Por ello, es fundamental conocer bien todos los gastos incluidos o, si se cobran aparte, apuntarlos y conservarlos. Solo así se puede asegurar que el cálculo de la rentabilidad neta , que es la que verdaderamente importa, sea el correcto y no perjudique al inversor con el paso del tiempo.

Puedes leer el artículo completo en el blog Rumbo inversor de Juan Gómez Bada en El Confidencial.

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